jueves, 14 de noviembre de 2013

Del Salto de la Novia al Puerto de la Luna Capítulo 1 B






                                             Cañón de Alamadenes, Cieza (Murcia)


Capítulo 1 B. 
                Tenía el teléfono de un compañero de Edelmiro que me presentó en la facultad de Económicas de la Complutense donde había estudiado la carrera. Luego Edelmiro se diplomó en Informática y, trabajando ya, cursó Historia en la UNED de Murcia. Era su verdadero hobby, por lo que decidió doctorarse aquí. Aquel compañero no tenía ni idea de Edelmiro, ni siquiera sabía que estuviera haciendo el doctorado. Ahora pienso que más que no saber, no quería decir nada de él. Era el único hilo que de una manera tan etérea me ligaba a Edelmiro, hasta que hace unos días recibí un disket de 3½. No pude ver su contenido por estar obsoletos estos diskets en los ordenadores modernos. Ese mismo día, al llegar por la tarde a la oficina, mi jefe me dijo claramente:
-    Te buscan. Vas a recibir algo que quiere la Compañía. Ten cuidado. Si contiene algo que tú no debías saber estarás en peligro. Si lo consideras necesario, tómate unos días de vacaciones.
Empecé a comprender que Interexport, la empresa de importación/exportación en la que trabajaba tenía bastante de empresa de papel, testaferro, lobby o blanqueo. Empecé a comprender por qué pese al lujo de nuestras instalaciones, los transportes eran de empresas subsidiarias; por qué el director, mi jefe carecía de autonomía si figuraba como dueño; y, sobre todo, estaba enterado de particularidades poco menos que secretas de la Compañía. Los socios de los que a veces hablaba tenían una ascendencia sobre él desmesurada y férrea. Nunca los mencionaba por sus nombres ni discutía las directrices que le marcaban. Es verdad que lo convocaban a reuniones, pero casi siempre las consecuencias ponían patas arriba el sistema orgánico de la empresa, una lata que nos retrasaba o anulaba gran parte del trabajo de la semana. Estaba claro que las exportaciones y las importaciones no eran el objetivo esencial que dirigía nuestro trabajo. Sus socios eran una incógnita para los que trabajábamos allí, aunque había un Delegado/Representante, Mister Elliot, a quien considerábamos un simple correveidile, que de pronto se nos descubrió con un poder omnímodo. Bajo su mando, un equipo de controladores aseguraba la rentabilidad de la empresa. Empecé a querer nombrar las cosas por su nombre. Una temeridad. Cuando venía con alguno de ellos, guardaban una distancia prudencial, probablemente para evitar oír  lo que hablaba con mi jefe. Cruzaban las manos por delante, dejando caer al peso los brazos casi en vertical. No pretendían hacer de las manos las hojas de parra de las estatuas del Museo Vaticano; comprendí que era un hábito profesional. No se interesaban por métodos de trabajo, por gastos y beneficios o relaciones con la administración pública. Recordaba ahora que en su impasibilidad, sus ojos se movían husmeando el entorno de su jefe. En otras palabras, más que controladores eran sicarios. Mientras caminaba en dirección a la alquería de Darrax me sentí dolorosamente culpable. Fue una nefasta idea involucrar a Félix. Sólo quería que escondiera el disket hasta que pudiera enviármelo a un determinado apartado de correos. Yo no podía hacerlo ya. A la mañana siguiente se corrió la voz: Félix se había estrellado con su coche. Había caído por el puente de la rambla del Judío. El depósito de combustible había hecho explosión y el incendio lo había consumido todo. Alguien de la familia lo reconoció por el reloj; su documentación y la del coche eran sólo cenizas. Fue este hecho el que me puso de guardia. Tenía que poner pies en polvorosa. Había bastado mi visita para que el pobre Félix formara parte de la lluvia. Sentía una angustia enorme, aunque el temor me impidiera avergonzarme de mi error. Ya tendría tiempo de sentir vergüenza. No conocer bien a las personas puede ser nefasto. El primer informe que redacté para Mr. Eliot me fue devuelto.
-       Elliot se escribe con doble ele, advirtió mi jefe.
-       No conocía más que a T. S. Eliot.
-       Ése también.
(Ése no, dije para mis adentros)
A pesar de la oscuridad que había cuando pasé por Darrax, algunos huertanos estaban cavando con gran energía. Las riadas habían apelmazado el terreno y era necesario un sacasuelo. Que lo hicieran de noche indicaba que les iba a llegar el agua. A pesar del riego a portillo, las acequias diversifican el caudal y los ramales exigen un orden de utilización. En estío podría haber pesado el calor de la canícula para cavar de noche. La luz del fanal que les alumbraba hizo desaparecer mi figura, diluyó mi presencia en las sombras. De todas formas estaban embebidos en la faena, de lo contrario habrían contestado a mi presencia con su “Buenas noches”. Los habitantes de estos pagos son muy mirados. Eso me dio tranquilidad. Sin embargo la entrada en Blanca me produjo un cierto malestar. Patila era el amigo con quien quería contactar en la calle lateral de la iglesia de San Juan Evangelista, el templo parroquial cuya fechada principal preside la plaza mayor en el centro histórico. 
Blanca Plaza Mayor Iglesia de San Juan Evangelista
Aunque no es frecuente ver blanqueños a esas horas, pronto cruzarían la plaza las beatas que asisten a misa de seis, la primera del día y en otro tiempo única. Chismosas habituales, no escaparía a su atención. Patila no respondió a los suaves golpes que di en su puerta, ni a las chinas que lancé a su balcón. Me vería rodeado de un personal exasperado si perdían parte de su sueño porque el atontado de Patila no respondía a la insistencia intempestiva de su amigo. En realidad se llamaba Cutillas, Sebastián Cutillas, pero lo que son los niños, sus compañeros de la escuela prefirieron llamarlo con la adaptación que su zapatera lengua infantil utilizó para corregir al maestro, que lo había llamado al pasar lista. Omitió el “Servidor” que el resto de los alumnos exclamaban al oír sus nombres. Iba a ponerle la anotación de ausente cuando su compañero de pupitre, poniéndose de pie, observó:
-    Señor, es este niño.
El maestro lo miró por encima de las gafas y acercándose a él preguntó:
-       Pero Bueno, ¿eres tú Sebastián Cutillas?
-       Yo soy Patila, el Sebas.
Cuarenta y dos años después seguía siendo Patila y en su defecto, el Sebas.
Afortunadamente su madre, aunque había que gritarle, notó algo raro que le hizo intuir mi llamada. Abrió y me dijo sencillamente:
-   Pasa, nene. Con chinicas no lo vas a despertar. Tienen que ser piedras y en la cabeza. Sube, es la primera puerta.
Patila estaba en decúbito supino con brazos en cruz y piernas en jarras. Roncaba, lo que le daba un hálito de inocencia. Mi propósito era que me sirviera de guía. Se suponía que estaba haciendo la ruta del oro. Partía de la base lógica de las palabras, así que todo debió empezar en la nomenclatura, en los topónimos que envolvían nuestras vidas…y, por qué no, nuestra muerte. La paradoja que a veces encierra la duplicidad de los topónimos tiene también su lógica. Parece que es la historia quien carga con la responsabilidad, determina la simultaneidad de uso de ambos términos o la sustitución definitiva de uno por el otro. Sólo hay paradoja si el uso subsiste en las generaciones que se suceden en el lugar. Nadie en Blanca menciona Negra como alternativa; en Abarán y Cieza todavía es frecuente que al mencionar la Sierra del Oro, añadan o del Lloro. Es una paradoja que el oro provoque llanto (si no es por su pérdida), pero fue la historia la que constató las circunstancias que trajeron el llanto. En la época romana se hicieron prospecciones en busca de oro, prospecciones infructuosas, pero el nombre quedó. Los únicos vestigios minerales con metales incorporados fueron de oligisto cristalizado y galena argentífera. El olfato romano motivó la clausura de las incipientes minas por no rentables. A nadie se le ocurrió cambiar el nombre de la sierra por el de Sierra de la Plata. Quedó para siempre Sierra del Oro, que luego dio nombre a la Virgen, la Virgen del Oro. La paradoja se produjo cuando avanzada la reconquista, una sublevación en el Valle de Ricote contra el poder almohade surge para defender el espíritu de tolerancia que bereberes, abbasidas y omeyas habían establecido y les había permitido, tras la batalla de Guadalete, conquistar y mantener la conquista de la casi totalidad peninsular con sólo siete mil soldados. La idea de una riqueza oculta en la zona subsistió y parecía ganar adeptos, pero tras los conatos de sublevación de los moriscos en tiempos de Felipe III, éste con el recuerdo de la guerra de las Alpujarras que promovió su padre, decretó la expulsión primero de los moriscos y finalmente también la de los mozárabes, incluidos los del valle de Ricote. Con su marcha, Sierra del Lloro se hizo también permanente. Según la leyenda, la sublevación antialmohade, encabezada por Ibn Hud al-Muttawakkil, se gestó en el castillo de al-Sujur o al-Sujayrat, el castillo de Ricote. Cuando éste cayó, los sublevados a través de los pasos de la Sierra de Ricote llegaron a la Sierra del Oro. Cuenta Al-Himyari que Ibn-Hud llegó con gran parte de las riquezas de la familia Banû Hud, la última dinastía del emirato murciano. Parece que los almohades no las encontraron, por lo que se supone que fueron enterradas en alguna de las pequeñas grutas que abundan bajo las grandes pinadas. Puede que el hecho, difundido posteriormente, colaborase a perpetuar la duplicidad del topónimo, aunque sea sólo Sierra del Oro la única que figura en mapas y guías no específicas. Edelmiro me habló de un texto de Ibn-Jap(b)ib que encontró en el Cairo. Hacía referencia a la represión almohade en el Valle de Ricote (Wâadâ Ricût). Me dijo que hablaba del paraje AbenHud, entre los hins de Cieza y Abarán; se supone que hacía referencia al actual Menjú, donde Ibn-Hud estableció uno de los lugares destinados a “la búsqueda de Dios”. 
Barca-Puente Flotante del Menjú
                                               Había otras cosas que no me quiso explicar, pero que formaban parte de la fortuna de su hallazgo. En aquel momento lo interpreté como la fortuna del hallazgo del investigador, pero al conocer el interés extremo de la Compañía por Edelmiro, creo que la fortuna de que me habló no era puramente intelectual. Cuando vi que mi situación no tenía ya remedio llamé a su madre, a pesar de la recomendación de mi jefe, y me dijo que no sabía nada de él; pensaba volver a El Cairo y tenía que ir a Madrid, pero fíjate que mala suerte, me dijo, que a estas alturas tiene que cambiar de director de tesis porque el pobre profesor que se la dirigía ha tenido un accidente de circulación y ha muerto. En ese momento decidí no alquilar coche alguno ni pedirlos prestado a los amigos. Mi única vía de escape era el río. Había practicado piragüismo con unos amigos, pero no tengo piragua, sólo una barca de pesca que me dejó mi tío, porque cuando murió no la había querido ninguno de mis primos. Algunas palabras de Edelmiro intuyo que forman parte de la información que me envió en el disket. Desgraciadamente el lenguaje poético que a veces usa deja muchas cosas en blanco que hacen oscuro el mensaje. No quiero desaparecer sin hacer ciertas comprobaciones para las que necesito a Patila. Aunque se levantó, vi que no coordinaba sus movimientos. Y qué decir de sus pensamientos. No comprendía por qué quería que me llevara al Salto de la Novia. Tampoco es que yo fuera muy explícito; no quería que sin comprender la gravedad del asunto cometiera una indiscreción que podía costarnos el objetivo o algo peor, la vida. Mi intención era salir de Blanca antes de que despuntara el día, pero Patila era incapaz de de hacer nada sin su magdalena en vena. Se empeñó en desayunar.
-       Pero si hace nada que has cenado.
-    Tú estás piripi. No he probado “na” desde ayer. Hazme una ensaladica de tomate.
Su madre no le hizo el menor caso y le advirtió:
-       Cuando me levante, que ahora tengo que dar un recado.
Me dejó mosca. A quién tenía que ver a esas horas y qué tenía que decirle. Las antenas de la Compañía se levantan en cualquier parte y afectan a cerebros insólitos que son capaces de informar a pesar de su incapacidad. Sólo hablar de mi presencia ya suponía un peligro evidente para todos; así que decidí seguirla mientras que Patila se dispuso mecánicamente a aderezar la ensalada. Me serenó ver que no se vestía sino que otra vez se metía en la cama con su capisayo. Comprendí que lo del recado era la excusa murciana de lo que no tiene excusa, la justificación de lo injustificable.  Esperé a que Patila se comiera la ensalada y rehusé su invitación. Solamente se lavó la cara, más para despejarse que como higiene diaria y me aclaró:
-       Si hay que subir al Salto de la Novia, me ducharé cuando volvamos.
-       Tampoco creo que haya que sudar la camiseta. Sólo quiero conocer las condiciones del terreno para saber si mi idea tiene fundamento.
-     Bueno, tú sabrás para qué lo quieres.

Salto de la Novia, Ulea, Murcia
El Salto de la Novia es un impresionante estrecho/cañón del río Segura, ya en término de Ulea, cerca de Ojós. Yo conocía alguna de las leyendas que había sobre el paraje y que el nombre sugiere, pero lo que me interesaba ahora era la existencia de simas impracticables que las escarpaduras del lugar han generado, alguna tan honda que había arrastrado hacia ella la leyenda; en ella podría efectuarse el salto ya que era enorme en profundidad, no en anchura, cosa imposible en el estrecho; tan imposible que mis amigos y yo cuando oímos a alguien que habla de algo como lo más peligroso del mundo le contestamos irónicamente:
-    Te equivocas, es mucho más peligroso intentar cruzar el Salto de la Novia de dos zancadas.
Tuvimos que trepar en la margen izquierda para alcanzar la cúspide del estrecho. El panorama no deja serena la mente, aquella profundidad la libera, es un vuelo virtual que acapara los sentidos y une los contrarios: impotencia y plenitud, decepción y entusiasmo, alegría y tristeza, esperanza y… esperanza (no quiero dar cabida a la probabilidad del fin). Sentí en las entrañas el vacío de la caída al mirar la terrible lejanía del inalcanzable lecho del río. Sentimos en la cara la fresca brisa que la claridad del día convoca. El silencio cayó sobre mis ojos como una mancha de sol ardiente, atenacé el brazo de Patila que, bromista impenitente, hacía aspavientos de lanzarse. Rompió a reír y su risa me hirió como un anatema de censura a mi sentido del humor. No sabía a qué agarrarme para no sentir la llamada del vacío. Son sensaciones nuevas que es preferible experimentar con un parapente a la espalda. Aparté/aparqué la obsesión del salto y volví la vista a las grietas que desgarraban el núcleo esencial de la montaña. Sería necesario un equipo de espeleología para comprobar los huecos que se pierden en la progresiva e intensa oscuridad de la sima. La posibilidad de su utilización como escondrijo era suficiente para acabar con la breve excursión que había interrumpido mi huida. Para Patila constituía la única verdad, un alto en el camino hacia Murcia, donde estaría unos días. Después no estaba seguro de si iría a Cartagena o a Málaga. Cuando me estableciera lo llamaría o le escribiría si no había cobertura para el celular. En realidad me dirigía a Alicante. De allí era el apartado de correos que di a Félix. Antes de salir de España necesitaba recuperar el disket que había desencadenado la trágica acción. Las incógnitas se me acumulaban. No sabía si Félix había logrado enviármelo antes de su desgracia ni si el contenido corroboraba lo que yo intuía o deducía de las sugerentes y poéticas (maldita poesía) palabras de Edelmiro –“La auténtica riqueza se aferra a la sima de nuestra conciencia, engullida por la lluvia que se pierde en su inmensidad. Ya lo verás”-. Yo no había visto nada, ni siquiera si ese futuro estaba ligado al disket. Lo único cierto que veía era que había despertado expectativas  en los socios de mi jefe y eso le daba carácter de filón. No entendía en cambio por qué había que mantenerlo en secreto a toda costa, incluso con la promoción de daños colaterales. Yo sería muchas cosas y me habían llamado muchas más, pero considerarme medida necesaria de daño colateral, era demasiado. Un amigo de Patila me llevó a Murcia por la 301 que corre paralela a la autovía Albacete-Cartagena. Me dirigí a casa de mis padres; demasiado obvio. Preferí alojarme en una pensión antigua, de ésas que reformadas han adquirido visos y categoría de hostal. A la mañana siguiente me mudé a otra. No fueron necesarios más cambios porque un ocasional compañero, viajante de comercio, se prestó a llevarme de copiloto a  Mazarrón. Hábilmente me cercioré de que no tenía la menor idea de la existencia de la Compañía y menos de Interexport. Pero sí conocía al capitán de un barco de cabotaje que a la noche zarpaba para Alicante.
Castillo de Alicante
Cuando entré en correos no quise saber quién había a mi espalda, abrí el cajetín y lo encontré vacío. Bueno, había cinco cartas, todas ellas balances de cuentas bancarias y publicidad, nada. Mis estancias en Alicante eran sólo ocasionales; se producían cuando había envíos o recepciones que se efectuaban por mar. Para la actividad desde el puerto de Valencia estábamos concertados con dos empresas asociadas especializadas. Tras mi fallido intento de hacerme con el disket, me dirigí a la lonja de contratación del puerto. Un barco de carga de una compañía que utilizábamos con frecuencia para el transporte de mermeladas y conservas partía de madrugada; no llevaba pasaje pero por nuestras relaciones comerciales accedieron a llevarme como invitado. Iba a tener un día movido porque necesitaba equiparme y no quería utilizar tarjetas de crédito, fáciles de rastrear. Sólo dejé en mi cuenta de la CAM dinero suficiente para pagar los gastos de mantenimiento sin necesidad de cerrarla. No tenía recibos ni gastos periódicos domiciliados en aquella cuenta, así que salí con mis trece mil quinientos euros y la ilusa convicción de que al haberlos cobrado por caja la anotación no estaría en la red hasta el día siguiente. Me fue difícil escoger ropa discreta todo terreno, pero lo fuera o no lo fuera quedó en el puerto más o menos acomodada en un pequeño trolley válido como equipaje de mano en los aviones.
-       Cariño, ¿has venido solo esta noche?
-     ¿Para qué voy a traer a nadie? Espero que tú seas mi escolta.
Después de comer algo en kioscos callejeros y sestear tomando café en un viejo bar de la subida al Castillo, decidí acampar en un puticlub que no cerraba hasta pasadas las tres de la madrugada y los recursos a la intimidad de que disponía me permitían no exhibirme con  desprecio por el destino. No conocía a la chica, pero era mucho mejor que las que había visto antes en aquel local de las afueras. Tampoco estaba mucho en lo que estaba, así que no pude relajarme lo bastante para abandonar mi convicción de que la sombra de la Compañía es alargada, variada, acomodaticia, subrepticia, sorprendente y perversa. No estaba seguro de la inocencia de la chica, pero no era habitual del Manhattan y eso me dio confianza, aunque momentos después se invirtió mi presentimiento. Pudo ser colocada allí como punto de control al arribo de un vulgar jovenzuelo de treinta y ocho o cuarenta años como yo. Decidí alargar una ficticia estancia en mis confesiones de alcoba, asegurarme una excepcional compañía en noches sucesivas o alternas, según me permitiera mi trabajo, que requería una fidelidad laboral (el trabajo es el trabajo). Así se lo pedí.
-    Si tienes conciencia de que estoy trabajando y que tengo que trabajar, a mí también me gustaría.
-    ¿Alcanza para reservarte para mí mañana noche?, le dije alargándole uno de los billetes de cien euros que me habían dado en la CAM. Sin mirarlo lo guardó en su bolso.
-       Soy toda tuya.
Prefería que creyera que iba a permanecer varios días en Alicante, que podría ser localizado cualquier noche en Manhattan. (Allí querría estar, en Nueva York). A eso de las tres y media recogí mi maleta de la consigna del puerto y me dirigí por el malecón hasta donde estaba fondeado el Nerea, el buque que iba a llevarme lejos. Según me comentó el capitán haríamos escala en Lisboa, Burdeos y Amberes, así que podía elegir destino. Al nombrarlos, me decidí por Burdeos aunque tuviera que remontar el estuario del Garona. Conocía las tres ciudades y no era por la posibilidad de seguir la ruta de los chateaux , la ruta del vino, que también; era especialmente porque yo hablaba francés y aunque en Bélgica es idioma cooficial, Amberes está en zona flamenca y los puñeteros flamencos simulan no conocerlo; aberraciones de los nacionalismos. Parece que fue la primera ciudad europea que montó un zoo con simulación del habitat natural de cada especie y que por la humedad, su catedral está construida sobre una capa de pieles de toro (quizá recuerdo de la dominación española en Flandes) y que las “blondadoras” o “bolilleras” (valgan las denominaciones) realizan sus encajes de bolillos de tertulia en las aceras y vestidas a la usanza del siglo XVII. Pero Burdeos… ¡ah! Burdeos, el toque napoleónico de sus monumentos y la proximidad de la Gironda con sus reminiscencias revolucionarias; la cuna de Charlotte Corday, que acabó con Marat, uno de los ideólogos de la Revolución, en su bañera (un encargo de los girondinos). ).  Lisboa no contaba, estaba demasiado cerca. Fue allí (quizá por eso) donde pude consultar la prensa española a la mañana siguiente. Mi afán por buscar alusiones a la Compañía no me permitía leer con juicio crítico columnas que valoraban las últimas informaciones, de ahí que me saltara el valor político de un crimen cometido en la urbanización de La Florida, en la carretera de La Coruña, un poco antes de Las Rozas. Topé con él en la sección de sucesos de uno de los periódicos que había comprado. Me extrañó por la localización del suceso, una urbanización con servicio de seguridad permanente, control de entrada y ronda nocturna. Una urbanización en donde sólo grandes organizaciones delictivas han protagonizado los escasos allanamientos constatados en toda su existencia y en la que todos sus chalets cuentan con sofisticadas alarmas, si bien la frondosidad de los jardines particulares oculta posibles peligros. Iba a saltarme los detalles cuando el alma se me heló al leer el nombre de la víctima, que no figuraba en la cabecera. Se trataba de un empresario, Don Gilberto del Río, director de Interexport. No se sabían detalles porque como era lógico formaban parte del secreto del sumario; se aventuraba el móvil del robo, pero no su importancia y cuantía; y se silenciaba la crueldad del asesinato. No me hacía falta. Me sentí desamparado bajo la lluvia; la angustia trabó mi lengua y no pude expulsar el grito ahogado con el nombre del asesino. Los pies se me hundían en el barrizal de sangre que me rodeaba. Buscaba en aquella noche de sol brillante una endeble señal que alentara mi esperanza y no la pude encontrar. Tropezaba en mi camino con el bramante azul de un cielo baldío que me daba la espalda y me anulaba el tacto. Me agaché para recoger los periódicos y sólo pude asir habaneras lejanas que recorrían mi espalda. El ritmo pausado empujaba el sudor frío que adobaba mi espina dorsal; las palabras que me dirigían se me clavaban en las entrañas como una parte del comenzado suplicio que me asediaba. El piar de los pájaros copaba mi capacidad de oír y las ramas de los jardines y bosques de Cintra me habían inmovilizado paralizando el espectro de mi huida. El ruido del aleteo en mi cabeza me hinchaba el cerebro. Pensé en San Vicente de Paul por aquello que dijo –“el ruido no hace bien, el bien no hace ruido”-. Quería desmentir su boutade como si hacerlo fuera una tabla de salvación –“el mal no hace ruido”-, pero la lógica me hundió. Ensordecido por el estruendo que todo lo agrandaba me estaba aislando en una burbuja de terror que rectificaba la anotación que figuraba en mi cartilla de reclutamiento –“el valor se le supone”-. Yo no suponía nada, veía mis manos cuajada de pétalos malolientes, mis piernas enraizadas en puestas de sol que se multiplicaban cerrando mi perspectiva, ocasos que sólo predecían noche y noches que no predecían amaneceres. Cuando abrí los ojos, la luz del camarote del Nerea que me habían asignado estaba apagada; por el ojo de buey vi que la luna iluminaba la espuma del lado izquierdo del ondulado ángulo que hendía la superficie marina y tenía su vértice en la proa del Nerea. Nada había pasado. Para mí todo estaba por llegar.         

   


    

domingo, 3 de noviembre de 2013

Del Salto de la Novia al Puerto de la Luna. Prólogo.


Prólogo 

"Era su primer cadáver. Cuando abrió el féretro apretó los ojos, respiró hondo y comprendió que pronto lloverían cadáveres como sólo llueve en la jungla. Se le nublaban los caminos y se le diluían los itinerarios por donde huir. Rechinaba en sus ojos la explosión deslumbrante de la rambla; sus efectos se repetían en la espesa penumbra de la noche que rechazaba a ultranza ser cobijo de su mirada, perdida entre los rayos que irradiaban la debilidad de su conciencia..."