Capítulo
1 B.
Tenía el teléfono de un compañero de Edelmiro que me presentó en la facultad de Económicas de la Complutense donde había estudiado la carrera. Luego Edelmiro se diplomó en Informática y, trabajando ya, cursó Historia en la UNED de Murcia. Era su verdadero hobby, por lo que decidió doctorarse aquí. Aquel compañero no tenía ni idea de Edelmiro, ni siquiera sabía que estuviera haciendo el doctorado. Ahora pienso que más que no saber, no quería decir nada de él. Era el único hilo que de una manera tan etérea me ligaba a Edelmiro, hasta que hace unos días recibí un disket de 3½. No pude ver su contenido por estar obsoletos estos diskets en los ordenadores modernos. Ese mismo día, al llegar por la tarde a la oficina, mi jefe me dijo claramente:
Tenía el teléfono de un compañero de Edelmiro que me presentó en la facultad de Económicas de la Complutense donde había estudiado la carrera. Luego Edelmiro se diplomó en Informática y, trabajando ya, cursó Historia en la UNED de Murcia. Era su verdadero hobby, por lo que decidió doctorarse aquí. Aquel compañero no tenía ni idea de Edelmiro, ni siquiera sabía que estuviera haciendo el doctorado. Ahora pienso que más que no saber, no quería decir nada de él. Era el único hilo que de una manera tan etérea me ligaba a Edelmiro, hasta que hace unos días recibí un disket de 3½. No pude ver su contenido por estar obsoletos estos diskets en los ordenadores modernos. Ese mismo día, al llegar por la tarde a la oficina, mi jefe me dijo claramente:
- Te buscan. Vas a
recibir algo que quiere la Compañía. Ten cuidado. Si contiene algo que tú no
debías saber estarás en peligro. Si lo consideras necesario, tómate unos días
de vacaciones.
Empecé a comprender que Interexport, la empresa de
importación/exportación en la que trabajaba tenía bastante de empresa de papel,
testaferro, lobby o blanqueo. Empecé
a comprender por qué pese al lujo de nuestras instalaciones, los transportes
eran de empresas subsidiarias; por qué el director, mi jefe carecía de autonomía
si figuraba como dueño; y, sobre todo, estaba enterado de particularidades poco
menos que secretas de la Compañía. Los socios de los que a veces hablaba tenían
una ascendencia sobre él desmesurada y férrea. Nunca los mencionaba por sus
nombres ni discutía las directrices que le marcaban. Es verdad que lo
convocaban a reuniones, pero casi siempre las consecuencias ponían patas arriba
el sistema orgánico de la empresa, una lata que nos retrasaba o anulaba gran
parte del trabajo de la semana. Estaba claro que las exportaciones y las
importaciones no eran el objetivo esencial que dirigía nuestro trabajo. Sus
socios eran una incógnita para los que trabajábamos allí, aunque había un
Delegado/Representante, Mister Elliot, a quien considerábamos un simple correveidile,
que de pronto se nos descubrió con un poder omnímodo. Bajo su mando, un equipo
de controladores aseguraba la rentabilidad de la empresa. Empecé a querer
nombrar las cosas por su nombre. Una temeridad. Cuando venía con alguno de
ellos, guardaban una distancia prudencial, probablemente para evitar oír lo que hablaba con mi jefe. Cruzaban las
manos por delante, dejando caer al peso los brazos casi en vertical. No
pretendían hacer de las manos las hojas de parra de las estatuas del Museo
Vaticano; comprendí que era un hábito profesional. No se interesaban por
métodos de trabajo, por gastos y beneficios o relaciones con la administración
pública. Recordaba ahora que en su impasibilidad, sus ojos se movían husmeando
el entorno de su jefe. En otras palabras, más que controladores eran sicarios.
Mientras caminaba en dirección a la alquería de Darrax me sentí dolorosamente
culpable. Fue una nefasta idea involucrar a Félix. Sólo quería que escondiera
el disket hasta que pudiera enviármelo a un determinado apartado de correos. Yo
no podía hacerlo ya. A la mañana siguiente se corrió la voz: Félix se había
estrellado con su coche. Había caído por el puente de la rambla del Judío. El
depósito de combustible había hecho explosión y el incendio lo había consumido todo.
Alguien de la familia lo reconoció por el reloj; su documentación y la del
coche eran sólo cenizas. Fue este hecho el que me puso de guardia. Tenía que
poner pies en polvorosa. Había bastado mi visita para que el pobre Félix
formara parte de la lluvia. Sentía una angustia enorme, aunque el temor me
impidiera avergonzarme de mi error. Ya tendría tiempo de sentir vergüenza. No
conocer bien a las personas puede ser nefasto. El primer informe que redacté
para Mr. Eliot me fue devuelto.
-
Elliot se escribe con doble ele,
advirtió mi jefe.
-
No conocía más que a T. S. Eliot.
-
Ése también.
(Ése no, dije para mis adentros)
A pesar de la oscuridad que había cuando pasé por Darrax,
algunos huertanos estaban cavando con gran energía. Las riadas habían
apelmazado el terreno y era necesario un sacasuelo. Que lo hicieran de noche
indicaba que les iba a llegar el agua. A pesar del riego a portillo, las
acequias diversifican el caudal y los ramales exigen un orden de utilización.
En estío podría haber pesado el calor de la canícula para cavar de noche. La
luz del fanal que les alumbraba hizo desaparecer mi figura, diluyó mi presencia
en las sombras. De todas formas estaban embebidos en la faena, de lo contrario
habrían contestado a mi presencia con su “Buenas noches”. Los habitantes de
estos pagos son muy mirados. Eso me dio tranquilidad. Sin embargo la entrada en
Blanca me produjo un cierto malestar. Patila era el amigo con quien quería
contactar en la calle lateral de la iglesia de San Juan Evangelista, el templo
parroquial cuya fechada principal preside la plaza mayor en el centro
histórico.
Aunque no es frecuente ver blanqueños a esas horas, pronto cruzarían
la plaza las beatas que asisten a misa de seis, la primera del día y en otro
tiempo única. Chismosas habituales, no escaparía a su atención. Patila no
respondió a los suaves golpes que di en su puerta, ni a las chinas que lancé a
su balcón. Me vería rodeado de un personal exasperado si perdían parte de su
sueño porque el atontado de Patila no respondía a la insistencia intempestiva
de su amigo. En realidad se llamaba Cutillas, Sebastián Cutillas, pero lo que
son los niños, sus compañeros de la escuela prefirieron llamarlo con la
adaptación que su zapatera lengua infantil utilizó para corregir al maestro,
que lo había llamado al pasar lista. Omitió el “Servidor” que el resto de los
alumnos exclamaban al oír sus nombres. Iba a ponerle la anotación de ausente
cuando su compañero de pupitre, poniéndose de pie, observó:
Blanca Plaza Mayor Iglesia de San Juan Evangelista |
- Señor, es este
niño.
El maestro lo miró por encima de las gafas y acercándose a
él preguntó:
-
Pero Bueno, ¿eres tú Sebastián
Cutillas?
-
Yo soy Patila, el Sebas.
Cuarenta y dos años después seguía siendo Patila y en su
defecto, el Sebas.
Afortunadamente su madre, aunque había que gritarle, notó
algo raro que le hizo intuir mi llamada. Abrió y me dijo sencillamente:
- Pasa, nene. Con
chinicas no lo vas a despertar. Tienen que ser piedras y en la cabeza. Sube, es
la primera puerta.
Patila estaba en decúbito supino con brazos en cruz y
piernas en jarras. Roncaba, lo que le daba un hálito de inocencia. Mi propósito
era que me sirviera de guía. Se suponía que estaba haciendo la ruta del oro.
Partía de la base lógica de las palabras, así que todo debió empezar en la
nomenclatura, en los topónimos que envolvían nuestras vidas…y, por qué no,
nuestra muerte. La paradoja que a veces encierra la duplicidad de los topónimos
tiene también su lógica. Parece que es la historia quien carga con la
responsabilidad, determina la simultaneidad de uso de ambos términos o la
sustitución definitiva de uno por el otro. Sólo hay paradoja si el uso subsiste
en las generaciones que se suceden en el lugar. Nadie en Blanca menciona Negra
como alternativa; en Abarán y Cieza todavía es frecuente que al mencionar la
Sierra del Oro, añadan o del Lloro. Es una paradoja que el oro provoque llanto
(si no es por su pérdida), pero fue la historia la que constató las
circunstancias que trajeron el llanto. En la época romana se hicieron
prospecciones en busca de oro, prospecciones infructuosas, pero el nombre
quedó. Los únicos vestigios minerales con metales incorporados fueron de
oligisto cristalizado y galena argentífera. El olfato romano motivó la clausura
de las incipientes minas por no rentables. A nadie se le ocurrió cambiar el
nombre de la sierra por el de Sierra de la Plata. Quedó para siempre Sierra del
Oro, que luego dio nombre a la Virgen, la Virgen del Oro. La paradoja se
produjo cuando avanzada la reconquista, una sublevación en el Valle de Ricote
contra el poder almohade surge para defender el espíritu de tolerancia que
bereberes, abbasidas y omeyas habían establecido y les había permitido, tras la
batalla de Guadalete, conquistar y mantener la conquista de la casi totalidad
peninsular con sólo siete mil soldados. La idea de una riqueza oculta en la
zona subsistió y parecía ganar adeptos, pero tras los conatos de sublevación de
los moriscos en tiempos de Felipe III, éste con el recuerdo de la guerra de las
Alpujarras que promovió su padre, decretó la expulsión primero de los moriscos
y finalmente también la de los mozárabes, incluidos los del valle de Ricote.
Con su marcha, Sierra del Lloro se hizo también permanente. Según la leyenda,
la sublevación antialmohade, encabezada por Ibn Hud al-Muttawakkil, se gestó en
el castillo de al-Sujur o al-Sujayrat, el castillo de Ricote. Cuando éste cayó,
los sublevados a través de los pasos de la Sierra de Ricote llegaron a la
Sierra del Oro. Cuenta Al-Himyari que Ibn-Hud llegó con gran parte de las
riquezas de la familia Banû Hud, la última dinastía del emirato murciano.
Parece que los almohades no las encontraron, por lo que se supone que fueron
enterradas en alguna de las pequeñas grutas que abundan bajo las grandes
pinadas. Puede que el hecho, difundido posteriormente, colaborase a perpetuar
la duplicidad del topónimo, aunque sea sólo Sierra del Oro la única que figura
en mapas y guías no específicas. Edelmiro me habló de un texto de Ibn-Jap(b)ib
que encontró en el Cairo. Hacía referencia a la represión almohade en el Valle
de Ricote (Wâadâ Ricût). Me dijo que hablaba del paraje AbenHud, entre los hins de Cieza y Abarán; se supone que
hacía referencia al actual Menjú, donde Ibn-Hud estableció uno de los lugares
destinados a “la búsqueda de Dios”.
Había otras cosas que no me quiso explicar,
pero que formaban parte de la fortuna de su hallazgo. En aquel momento lo
interpreté como la fortuna del hallazgo del investigador, pero al conocer el
interés extremo de la Compañía por Edelmiro, creo que la fortuna de que me
habló no era puramente intelectual. Cuando vi que mi situación no tenía ya
remedio llamé a su madre, a pesar de la recomendación de mi jefe, y me dijo que
no sabía nada de él; pensaba volver a El Cairo y tenía que ir a Madrid, pero
fíjate que mala suerte, me dijo, que a estas alturas tiene que cambiar de
director de tesis porque el pobre profesor que se la dirigía ha tenido un
accidente de circulación y ha muerto. En ese momento decidí no alquilar coche
alguno ni pedirlos prestado a los amigos. Mi única vía de escape era el río.
Había practicado piragüismo con unos amigos, pero no tengo piragua, sólo una
barca de pesca que me dejó mi tío, porque cuando murió no la había querido
ninguno de mis primos. Algunas palabras de Edelmiro intuyo que forman parte de
la información que me envió en el disket. Desgraciadamente el lenguaje poético
que a veces usa deja muchas cosas en blanco que hacen oscuro el mensaje. No
quiero desaparecer sin hacer ciertas comprobaciones para las que necesito a
Patila. Aunque se levantó, vi que no coordinaba sus movimientos. Y qué decir de
sus pensamientos. No comprendía por qué quería que me llevara al Salto de la
Novia. Tampoco es que yo fuera muy explícito; no quería que sin comprender la
gravedad del asunto cometiera una indiscreción que podía costarnos el objetivo
o algo peor, la vida. Mi intención era salir de Blanca antes de que despuntara
el día, pero Patila era incapaz de de hacer nada sin su magdalena en vena. Se
empeñó en desayunar.
Barca-Puente Flotante del Menjú |
-
Pero si hace nada que has cenado.
- Tú estás piripi.
No he probado “na” desde ayer. Hazme una ensaladica de tomate.
Su madre no le hizo el menor caso y le advirtió:
-
Cuando me levante, que ahora tengo
que dar un recado.
Me dejó mosca. A quién tenía que ver a esas horas y qué
tenía que decirle. Las antenas de la Compañía se levantan en cualquier parte y
afectan a cerebros insólitos que son capaces de informar a pesar de su
incapacidad. Sólo hablar de mi presencia ya suponía un peligro evidente para
todos; así que decidí seguirla mientras que Patila se dispuso mecánicamente a
aderezar la ensalada. Me serenó ver que no se vestía sino que otra vez se metía
en la cama con su capisayo. Comprendí que lo del recado era la excusa murciana
de lo que no tiene excusa, la justificación de lo injustificable. Esperé a que Patila se comiera la ensalada y
rehusé su invitación. Solamente se lavó la cara, más para despejarse que como
higiene diaria y me aclaró:
-
Si hay que subir al Salto de la
Novia, me ducharé cuando volvamos.
-
Tampoco creo que haya que sudar la
camiseta. Sólo quiero conocer las condiciones del terreno para saber si mi idea
tiene fundamento.
El Salto de la Novia es un impresionante estrecho/cañón del río
Segura, ya en término de Ulea, cerca de Ojós. Yo conocía alguna de las leyendas que había
sobre el paraje y que el nombre sugiere, pero lo que me interesaba ahora era la
existencia de simas impracticables que las escarpaduras del lugar han generado,
alguna tan honda que había arrastrado hacia ella la leyenda; en ella podría
efectuarse el salto ya que era enorme en profundidad, no en anchura, cosa
imposible en el estrecho; tan imposible que mis amigos y yo cuando oímos a
alguien que habla de algo como lo más peligroso del mundo le contestamos
irónicamente:
- Te equivocas, es
mucho más peligroso intentar cruzar el Salto de la Novia de dos zancadas.
Tuvimos que trepar en la margen izquierda para alcanzar la
cúspide del estrecho. El panorama no deja serena la mente, aquella profundidad
la libera, es un vuelo virtual que acapara los sentidos y une los contrarios:
impotencia y plenitud, decepción y entusiasmo, alegría y tristeza, esperanza y…
esperanza (no quiero dar cabida a la probabilidad del fin). Sentí en las
entrañas el vacío de la caída al mirar la terrible lejanía del inalcanzable
lecho del río. Sentimos en la cara la fresca brisa que la claridad del día
convoca. El silencio cayó sobre mis ojos como una mancha de sol ardiente,
atenacé el brazo de Patila que, bromista impenitente, hacía aspavientos de
lanzarse. Rompió a reír y su risa me hirió como un anatema de censura a mi
sentido del humor. No sabía a qué agarrarme para no sentir la llamada del
vacío. Son sensaciones nuevas que es preferible experimentar con un parapente a
la espalda. Aparté/aparqué la obsesión del salto y volví la vista a las grietas
que desgarraban el núcleo esencial de la montaña. Sería necesario un equipo de
espeleología para comprobar los huecos que se pierden en la progresiva e
intensa oscuridad de la sima. La posibilidad de su utilización como escondrijo
era suficiente para acabar con la breve excursión que había interrumpido mi
huida. Para Patila constituía la única verdad, un alto en el camino hacia
Murcia, donde estaría unos días. Después no estaba seguro de si iría a
Cartagena o a Málaga. Cuando me estableciera lo llamaría o le escribiría si no
había cobertura para el celular. En realidad me dirigía a Alicante. De allí era
el apartado de correos que di a Félix. Antes de salir de España necesitaba
recuperar el disket que había desencadenado la trágica acción. Las incógnitas
se me acumulaban. No sabía si Félix había logrado enviármelo antes de su
desgracia ni si el contenido corroboraba lo que yo intuía o deducía de las
sugerentes y poéticas (maldita poesía) palabras de Edelmiro –“La auténtica
riqueza se aferra a la sima de nuestra conciencia, engullida por la lluvia que
se pierde en su inmensidad. Ya lo verás”-. Yo no había visto nada, ni siquiera
si ese futuro estaba ligado al disket. Lo único cierto que veía era que había
despertado expectativas en los socios de
mi jefe y eso le daba carácter de filón. No entendía en cambio por qué había
que mantenerlo en secreto a toda costa, incluso con la promoción de daños
colaterales. Yo sería muchas cosas y me habían llamado muchas más, pero
considerarme medida necesaria de daño colateral, era demasiado. Un amigo de Patila
me llevó a Murcia por la 301 que corre paralela a la autovía
Albacete-Cartagena. Me dirigí a casa de mis padres; demasiado obvio. Preferí
alojarme en una pensión antigua, de ésas que reformadas han adquirido visos y
categoría de hostal. A la mañana siguiente me mudé a otra. No fueron necesarios
más cambios porque un ocasional compañero, viajante de comercio, se prestó a
llevarme de copiloto a Mazarrón.
Hábilmente me cercioré de que no tenía la menor idea de la existencia de la
Compañía y menos de Interexport. Pero sí conocía al capitán de un barco de
cabotaje que a la noche zarpaba para Alicante.
Cuando entré en correos no quise
saber quién había a mi espalda, abrí el cajetín y lo encontré vacío. Bueno,
había cinco cartas, todas ellas balances de cuentas bancarias y publicidad,
nada. Mis estancias en Alicante eran sólo ocasionales; se producían cuando
había envíos o recepciones que se efectuaban por mar. Para la actividad desde
el puerto de Valencia estábamos concertados con dos empresas asociadas especializadas.
Tras mi fallido intento de hacerme con el disket, me dirigí a la lonja de
contratación del puerto. Un barco de carga de una compañía que utilizábamos con
frecuencia para el transporte de mermeladas y conservas partía de madrugada; no
llevaba pasaje pero por nuestras relaciones comerciales accedieron a llevarme
como invitado. Iba a tener un día movido porque necesitaba equiparme y no
quería utilizar tarjetas de crédito, fáciles de rastrear. Sólo dejé en mi
cuenta de la CAM dinero suficiente para pagar los gastos de mantenimiento sin
necesidad de cerrarla. No tenía recibos ni gastos periódicos domiciliados en
aquella cuenta, así que salí con mis trece mil quinientos euros y la ilusa
convicción de que al haberlos cobrado por caja la anotación no estaría en la
red hasta el día siguiente. Me fue difícil escoger ropa discreta todo terreno,
pero lo fuera o no lo fuera quedó en el puerto más o menos acomodada en un
pequeño trolley válido como equipaje de mano en los aviones.
Castillo de Alicante |
-
Cariño, ¿has venido solo esta
noche?
- ¿Para qué voy a
traer a nadie? Espero que tú seas mi escolta.
Después de comer algo en kioscos callejeros y sestear
tomando café en un viejo bar de la subida al Castillo, decidí acampar en un
puticlub que no cerraba hasta pasadas las tres de la madrugada y los recursos a
la intimidad de que disponía me permitían no exhibirme con desprecio por el destino. No conocía a la
chica, pero era mucho mejor que las que había visto antes en aquel local de las
afueras. Tampoco estaba mucho en lo que estaba, así que no pude relajarme lo
bastante para abandonar mi convicción de que la sombra de la Compañía es
alargada, variada, acomodaticia, subrepticia, sorprendente y perversa. No
estaba seguro de la inocencia de la chica, pero no era habitual del Manhattan y
eso me dio confianza, aunque momentos después se invirtió mi presentimiento.
Pudo ser colocada allí como punto de control al arribo de un vulgar jovenzuelo
de treinta y ocho o cuarenta años como yo. Decidí alargar una ficticia estancia
en mis confesiones de alcoba, asegurarme una excepcional compañía en noches
sucesivas o alternas, según me permitiera mi trabajo, que requería una
fidelidad laboral (el trabajo es el trabajo). Así se lo pedí.
- Si tienes
conciencia de que estoy trabajando y que tengo que trabajar, a mí también me
gustaría.
- ¿Alcanza para
reservarte para mí mañana noche?, le dije alargándole uno de los billetes de
cien euros que me habían dado en la CAM. Sin mirarlo lo guardó en su bolso.
-
Soy toda tuya.
Prefería que creyera que iba a permanecer varios días en
Alicante, que podría ser localizado cualquier noche en Manhattan. (Allí querría
estar, en Nueva York). A eso de las tres y media recogí mi maleta de la
consigna del puerto y me dirigí por el malecón hasta donde estaba fondeado el
Nerea, el buque que iba a llevarme lejos. Según me comentó el capitán haríamos
escala en Lisboa, Burdeos y Amberes, así que podía elegir destino. Al
nombrarlos, me decidí por Burdeos aunque tuviera que remontar el estuario del
Garona. Conocía las tres ciudades y no era por la posibilidad de seguir la ruta
de los chateaux , la ruta del vino,
que también; era especialmente porque yo hablaba francés y aunque en Bélgica es
idioma cooficial, Amberes está en zona flamenca y los puñeteros flamencos
simulan no conocerlo; aberraciones de los nacionalismos. Parece que fue la
primera ciudad europea que montó un zoo con simulación del habitat natural de
cada especie y que por la humedad, su catedral está construida sobre una capa
de pieles de toro (quizá recuerdo de la dominación española en Flandes) y que
las “blondadoras” o “bolilleras” (valgan las denominaciones) realizan sus
encajes de bolillos de tertulia en las aceras y vestidas a la usanza del siglo
XVII. Pero Burdeos… ¡ah! Burdeos, el toque napoleónico de sus monumentos y la
proximidad de la Gironda con sus reminiscencias revolucionarias; la cuna de
Charlotte Corday, que acabó con Marat, uno de los ideólogos de la Revolución,
en su bañera (un encargo de los girondinos). ). Lisboa no contaba, estaba demasiado cerca. Fue allí
(quizá por eso) donde pude consultar la prensa española a la mañana siguiente.
Mi afán por buscar alusiones a la Compañía no me permitía leer con juicio
crítico columnas que valoraban las últimas informaciones, de ahí que me saltara
el valor político de un crimen cometido en la urbanización de La Florida, en la
carretera de La Coruña, un poco antes de Las Rozas. Topé con él en la sección
de sucesos de uno de los periódicos que había comprado. Me extrañó por la
localización del suceso, una urbanización con servicio de seguridad permanente,
control de entrada y ronda nocturna. Una urbanización en donde sólo grandes
organizaciones delictivas han protagonizado los escasos allanamientos
constatados en toda su existencia y en la que todos sus chalets cuentan con
sofisticadas alarmas, si bien la frondosidad de los jardines particulares
oculta posibles peligros. Iba a saltarme los detalles cuando el alma se me heló
al leer el nombre de la víctima, que no figuraba en la cabecera. Se trataba de
un empresario, Don Gilberto del Río, director de Interexport. No se sabían
detalles porque como era lógico formaban parte del secreto del sumario; se
aventuraba el móvil del robo, pero no su importancia y cuantía; y se silenciaba
la crueldad del asesinato. No me hacía falta. Me sentí desamparado bajo la
lluvia; la angustia trabó mi lengua y no pude expulsar el grito ahogado con el
nombre del asesino. Los pies se me hundían en el barrizal de sangre que me
rodeaba. Buscaba en aquella noche de sol brillante una endeble señal que
alentara mi esperanza y no la pude encontrar. Tropezaba en mi camino con el
bramante azul de un cielo baldío que me daba la espalda y me anulaba el tacto.
Me agaché para recoger los periódicos y sólo pude asir habaneras lejanas que
recorrían mi espalda. El ritmo pausado empujaba el sudor frío que adobaba mi
espina dorsal; las palabras que me dirigían se me clavaban en las entrañas como
una parte del comenzado suplicio que me asediaba. El piar de los pájaros copaba
mi capacidad de oír y las ramas de los jardines y bosques de Cintra me habían
inmovilizado paralizando el espectro de mi huida. El ruido del aleteo en mi
cabeza me hinchaba el cerebro. Pensé en San Vicente de Paul por aquello que
dijo –“el ruido no hace bien, el bien no hace ruido”-. Quería desmentir su boutade como si hacerlo fuera una tabla
de salvación –“el mal no hace ruido”-, pero la lógica me hundió. Ensordecido
por el estruendo que todo lo agrandaba me estaba aislando en una burbuja de
terror que rectificaba la anotación que figuraba en mi cartilla de
reclutamiento –“el valor se le supone”-. Yo no suponía nada, veía mis manos
cuajada de pétalos malolientes, mis piernas enraizadas en puestas de sol que se
multiplicaban cerrando mi perspectiva, ocasos que sólo predecían noche y noches
que no predecían amaneceres. Cuando abrí los ojos, la luz del camarote del
Nerea que me habían asignado estaba apagada; por el ojo de buey vi que la luna
iluminaba la espuma del lado izquierdo del ondulado ángulo que hendía la
superficie marina y tenía su vértice en la proa del Nerea. Nada había pasado.
Para mí todo estaba por llegar.